En la vida real, la muerte suele ser menos espectacular que en literatura o en cine. Antes de que sencillamente se nos pare el corazón no solemos estar para grandes lucimientos, frases profundas, despedidas solemnes o miradas intensas — la gente se va sin despedirse, postrada en malas condiciones o tan aprisa y precipitadamente que no le da tiempo ni a enterarse de que se terminó la función, en un bendito final que ya quisiéramos todos.
Un buen morir se prepara en vida, cuando se está en forma y con ganas de pensar en testamentos y cosas varias. Todos aspiramos a una muerte digna, a dejar un buen recuerdo a los que queremos, a un pueblo o a la humanidad entera en el caso de ser persona que va a dejar huella.
Lo que todos evitamos mientras nos queda un soplo de razón es ser cobardes, por los demás, por nosotros mismos y por esos valores que hemos defendido a capa y espada.
No es lo mismo la realidad que la ficción pero todos sabemos de vidas que, bien contadas, no tendrían que envidiar a una tragedia griega o shakespeareana.
El sátrapa libio que acaba de ser asesinado es un personaje de esos que daba para una novela, la de las bajezas a que puede llevar el delirio de un megalómano histriónico y provocador, déspota, sanguinario disfrazado de príncipe beduino ataviado con ridículos uniformes con que quería ser el rey de los reyes de África, el imán de los musulmanes.
Oprimió y saqueó a su pueblo hasta límites insoportables, ejecutó tríbus enteras, coqueteó con el terrorismo, robó y estafó; así es "fácil"mantener el orden, eliminando cobardemente a todos los que pueden representar el más mínimo peligro, aplastando a los desvalidos e indefensos.
También para un mandatario es de una vergonzosa cobardía esconderse en una alcantarilla y salir a rastras pidiendo compasión a los que desde el poder llamaba ratas y pretendía matar uno por uno. Salió como lo que era, un chulo de pacotilla con esa pistola dorada en la mano tan hortera como él.
Si Alá estaba por allá, acaso quiso recordarle algo al Muammar, enviarle un mensaje antes de que se quedara aturdido, que fuese aquello lo último que viese con ojos de ver: el déspota llevó su mano asesina a un ojo y luego la miró con espanto bañada en sangre, todo un símbolo de lo que fue su mandato. Solo que esta vez la sangre era la suya.
A continuación le quitó la vida un puñado de hombres cargados de cuarenta años de rabia y frustración.