sábado, 28 de marzo de 2020

CRÓNICA DE UNA PESADILLA ANUNCIADA








obra de Clifford Eric Hall




La paz interior es una condición mental en la cual has aceptado lo peor. Lin Yutang

Súbitamente el invierno pasado, un virus mutante invadió el planeta saltando de persona en persona como asesino en serie, invisible, silencioso. Los gobiernos han decretado el "estado de alarma" y las calles, plazas, jardines y playas se quedaron vacías como en una película de terror. Cada casa se volvió isla y hubo gente que se quedó muy sola y desamparada. En millones de circunstancias se perdieron millones de oportunidades y de sueños, tal y como funciones a punto de estrenarse y que ya no se van a estrenar nunca. Mucha gente ha sentido en carne propia como los planes a veces se derrumban, por muy sólidos que parezcan: pensamos que lo tenemos todo bien atado y en menos de un suspiro se nos puede desmoronar la vida entera.
Nunca había pasado nada parecido desde que los que estamos en el mundo tenemos memoria, los niños y su alegre inocencia fueron apartados del paisaje urbano por posibles transmisores silenciosos, confinados en sus domicilios como pájaros en jaulas; solo los perros, al día de hoy, tienen derecho a su paseo, acompañados del dueño que aprovecha para estirar las piernas y respirar hondo. Eso sí, el aire ahora es mucho más puro, en medio de un silencio casi místico, algo inquietante pero lleno de paz, matizado por una algarabía de pájaros que parecen cantar con renovado brío. Toda esta belleza está allí, para los que tengan la suerte de poder disfrutarla aunque sea desde la ventana de la incertidumbre y el miedo, bullendo en medio de una primavera magnífica, que nos recuerda, indiferente y alegre, que la naturaleza sigue siendo nuestro mejor refugio y consuelo. De la misma forma que muchas personas se sienten atrapadas por las restricciones de movimientos, otras encuentran la libertad en su interior, descubriendo prioridades de las que no eran conscientes.
Mientras tanto muchos hospitales están al borde del colapso, los sanitarios, que no dan abasto, se han convertido en los nuevos héroes y los moribundos, en las UCI, en las residencias de ancianos o donde les pille, se mueren solos por decreto. A los que permanecemos encerrados no nos falta de nada porque otros no paran de trabajar y arriesgar la salud, por desgracia desprovistos, también al día de hoy, de las medidas de protección necesarias.
Siempre hemos sabido que somos frágiles, que todo pende de un hilo, pero esta vez lo sabe de golpe la humanidad al completo, las pandemias no distinguen estatus o condición: ahora mismo nadie está a salvo si no lo estamos todos. Ningún país había previsto que esto era previsible, la Covid-19 pilló al mundo con el pie cambiado, ocupado en sus cosas, que de repente han pasado a un segundo plano. Quizás por eso la mayoría de los mortales está más solidaria y decente — la mayoría, con las notas chirriantes inevitables en todas las situaciones. ¿Quién podía imaginar que la mayor prueba de amor era no estar cerca de los seres queridos?
Este desastre pone a prueba nuestra fuerza mental, que muchos tenemos oxidada por una vida demasiado fofa, engrasa las bisagras del pensamiento y de las emociones, nos hace reajustar las expectativas, algo que con la edad se hace sistemáticamente, en tiempos de cólera y de bonanza.
Debemos estar preparados para morir con dignidad y resignación, pero sin embargo vivir con entusiasmo. Hasta el final. La vida es un gran reto. Como dijo Eurípedes, "no hay en la muerte nada tan bueno como la miseria de la vida".