jueves, 21 de enero de 2021

ESA MUJER

 

                                                            obra de Jean Delville




Cuando en marzo de 2020 el gobierno decretó el estado de alarma con confinamiento obligado, en un pequeño quiosco de una pequeña playa paradisiaca entró una mujer muy atractiva, medio camuflada bajo la mascarilla, también obligatoria, que en su caso era de seda negra. Había escapado a tiempo de la capital, y en su refugio solitario empezó a comprar diariamente El País y alguna revista.
Se fue estableciendo poco a poco una gran complicidad entre ella y el vendedor, que se enamoró como un adolescente. Le invadió un sentimiento intenso y novedoso, dulce, gratificante, que aportaba a sus días pacatos una bocanada de aire fresco pese a todo lo que estaba ocurriendo: ni el corona virus, ni la caída de las ventas en picado ni nada pudo con aquella ilusión. 
A finales de octubre, con la "segunda ola" de la covid 19 al rojo vivo, la mujer reapareció después de una semana de ausencia, durante la cual el quiosquero sufrió gran desconsuelo. Le contó que había muerto su marido, el cual llevaba enfermo algún tiempo, y que no había tenido físicamente ninguna compañía por la pandemia. Entonces este hombre, que se alegró por dentro como un bellaco, hizo de pañuelo de lágrimas para que ella mitigase su pena y soledad. 
Pero ya en pleno invierno, al poco de una ola de frío con una nevada que hizo historia, en una mañana sombría de lluvia y viento, entró arrebolada en la tienda y le comunicó sin preámbulos que se iba, que volvía a su casa de Madrid...
Antes de marcharse para no volver, quiso sin embargo destapar la cara entera, a modo de despedida, pues le pareció lo más lógico y natural. Y fue así como él se encontró con un espléndido rostro en la plenitud de una belleza y sonrisa deslumbrantes, a juego con lo que ya conocía — sus ojos verdes de un intenso mirar, las manos de finos dedos, el cuerpo esbelto, el pelo suave, la voz cálida, sus risas, su conversación, como era, como pensaba, como sentía... En fin, resultaba ideal por fuera e interiormente.
Quedó tan impresionado y nervioso que no pudo ni quiso destaparse también: se sabía feo, anodino, desinteresante, poco viril y poco todo. Ella no insistió, con la delicadeza de siempre.
Cuando la vio alejarse supo que era el final de un sueño mágico, que perdía las alas, que nunca más le ocurriría un milagro semejante, que se terminaba para siempre el sentirse dichoso sin importarle otra cosa que no fuese aquél sentimiento que lo llenaba entero. 
No, no había podido quitarse las caretas: ni la de fuera, ni la que se había puesto por dentro y que le ayudó a tener más confianza en sí mismo, a sentirse más osado e imaginativo. Fueron esas dos tapaderas, junto con la de seda de ella al esconder tanto encanto, las que hicieron posible que todo lo que pasó hubiese pasado. 
Y regresó a la grisura de su día a día, de su calma monótona, después de haberse vuelto loco por esa mujer que no era para él: le ha valido la pena volar  alto antes de aterrizar resignado en lo cotidiano de una vida corriente y apocada, al lado de la persona con la que estaba cómodo hace más de treinta años. 
La verdadera pauta para una paz y armonía duraderas está seguramente en el equilibrio de fuerzas, inquietudes, capacidades, gustos, convicciones y así...