El odio siempre ha causado graves problemas en el mundo y nunca ayudó a solucionar ninguno. Si la vida nos pone en la tesitura de tener que elegir entre el perdón o el odio, siempre el perdón es la mejor alternativa para nuestra salud mental. El odio es destructor, la clemencia redime.
Afirmó Shakespeare que "las masas pueden amar u odiar en grupo, sin mayor fundamento". Es triste pero auténtico y demasiado frecuente. El rencor es contagioso como un virus, es la fortaleza de los débiles, el valor de los cobardes, produce sociedades enfermas de fanatismo, crueldad e injusticia.
Quién es esclavo del odio y no es capaz de perdonar no puede quererse a sí mismo, vive prisionero en una cárcel sin luz ni alegría; es la salida más común que tienen los amargados y victimistas para enfrentarse a sus propias miserias. En corazones pequeños no caben sentimientos nobles: el que odia también se siente frustrado si no es recíproca la aversión, si su persona y su inquina son completamente indiferentes a la otra parte.
Tan solo hablar de este tóxico sentimiento empobrece y da frío, como cuando nos metemos en charcos enfangados de intolerancia y mezquindad.
Más difícil pero más sublime que odiar es amar, el odio nos hace esclavos, el perdón nos hace libres.