sábado, 1 de enero de 2022

PASA LA VIDA







                                                          Edvard Munch



Con la edad vamos entendiendo el valor real de las cosas, las vividas, las aprendidas, las simplemente observadas, las que no son lo que parecen y así. Se va ganando algunas veces, no siempre, una sabiduría especial que solo es posible con el tiempo y que ayuda a interpretar un poco mejor el mundo y uno mismo, aunque conocerse a fondo es difícil, casi imposible; seguramente no se consigue nunca, lo que quizás sea preferible... 
Con los años alcanzamos a saber con un poco más de claridad lo que queremos y lo que no queremos absolutamente, y eso cambia mucho las perspectivas, porque como dijo Séneca "el hombre feliz es artesano de su propia vida". 
Cuando llega la vejez pueden empezar a gustarnos cosas tan subestimadas como las rutinas, siempre que amables y deseadas, elegidas voluntariamente desde el sosiego y el esmero. Se descubre que son gratificantes ciertos hábitos casi monacales, un entorno plácidamente sosegado en buena compañía, una casa con vistas, a ser posible con jardín, plantas, pájaros, mucho verde, el mar cerca y el cielo siempre allí, día y noche, inmensamente azul o vestido de nubes, de sol, de luna o de estrellas. Puede que de repente los convencionalismos, el consumo superfluo y el mundanal ruido dejen de tener importancia y que lo prioritario sea tener salud, hacer ejercicio físico con constancia y disciplina, comer sano y muy, muy rico, escuchar buena música o hacer rompecabezas creativos... Eso sí, como gracias a la inestimable ayuda de internet estamos abiertos al mundo entero, podemos disfrutar del mejor cine de todos los tiempos, contactar con los amigos por whatsapp o pasar horas al teléfono, escribir, leer lo que queremos leer, navegando por las aguas tranquilas de la monotonía sin complicaciones ni premuras, con los mismos sonidos, los mismos silencios y la misma tranquilidad, fuera y dentro. Saber lo que viene a continuación sosiega el espíritu, aporta estabilidad emocional en los tiempos extraños de la decadencia física, añadidos con epidemias mundiales e incertidumbres cada vez más inquietantes. Reencontrarse cada mañana con la familiaridad inalterada de lo cotidiano hace más habitables los días, reduce la ansiedad, nos reconstruye, nos vuelve más espirituales y auténticos. Querernos y mimarnos, (¡nadie nos va a querer más que nosotros mismos!), cambiar el miedo al caos por la resignación y la esperanza, lleva a ese lugar apetecible a que se refiere el Dalai Lama: 
"Se llama calma y me costó muchas tormentas".