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obra de J. A. G. Acke |
Estuvieron dos años carteándose: las cartas siempre han estado ahí hasta caer drásticamente en desuso con el boom de internet. Las de amor eran un tesoro, lo único que en la distancia llenaba ausencias, todo un ejercicio de espiritualidad y conocimiento mutuo, una forma muy hermosa de descubrir al otro y a uno mismo, en su faceta personal más íntima y auténtica. En realidad, Arthur se enamoró de una correspondencia que le aportó mucho, incluso le ayudó a conocerse mejor, a ser más abierto y cariñoso, convirtiendo sus días en un tiempo de plenitud, lleno de grandes expectativas.
Y se casaron. Fueron felices y comieron perdices, a ratos, como todos, con altibajos, como todos, estableciendo sus códigos privados cuando la pasión va dando paso al cariño, a la costumbre, al sosiego, al amparo, al miedo de la soledad y eso. Curiosamente él nunca ha encontrado en su compañera de vida aquella vena sensible que ponía en la escritura y que le había llegado tan adentro.
Pasada ya una eternidad juntos, un día ella le confesó entre risas que la autora de esas cartas que le habían hecho subir a las cumbres más altas de la ilusión y la esperanza, había sido su amiga, que ella no supo hablar inglés bien, hasta mucho después...
...La mujer de rojo.
El anciano no daba crédito, sintió interiormente como un pellizco con sabor a vacío, a pena, a desencanto, a estafa, a broma pesada del destino. Se preguntó qué habría sido de ella desde que la perdieron de vista, al poco de vivir en Londres.
Esa sensación tan amarga le duró el tiempo justo de encoger los hombros del alma vieja y cansada y decirse a sí mismo "qué más da ya todo, los sueños imposibles se esfuman, no tienen final porque no tienen ni principio, son solo utopías. Lo que pudo haber sido y no fue no tiene ningún recorrido. El tren que cogemos es el que de verdad nos lleva en nuestro único viaje".