Entre una persona y un espejo la relación es siempre personal e intransferible, en él uno se busca y se encuentra, para bien o para mal, mientras que el resto del mundo permanece de este lado y basta mirar para verlo.
Allá al final de la inocencia, cuando dejamos de ser niños, el espejo un día, bajo nuestra escrutadora y ansiosa mirada, nos descubre fríamente la verdad de nuestra condición: eres feo, eres horroroso o pasable, resultón, vulgar, tienes o no tienes arreglo, eres un Adonis o una Afrodita, vas o no vas a tener el mundo a tus pies por un rato, etc.
Luego el espejo sigue acompañando día a día nuestro recorrido con una sinceridad descarnada e indiferente, y cuando llega ese tiempo en que todos empiezan a decirnos que "estamos estupendos", solo él nos desvela la verdad sin compasión ninguna. Para entonces conviene tener muy claras algunas cosas, no vaya ser que nos apetezca romperlo — o sea rompernos...
Es una lástima de que no haya ninguna forma de vernos también por dentro y que la cara no refleje casi nunca la hipocresía, la crueldad, la estupidez, ni tan siquiera el sufrimiento o la desesperación. Nada de nada, casi nunca la cara es el espejo del alma.
Una vez me sentí muy mal, caminaba por la calle como si fuese arrastrando de un hilo mi vida por el suelo, como si fuese un perro sin dueño y a la deriva. De repente me vi en el espejo de un escaparate y tenía la cara de siempre, por lo que sé muy bien que el dolor no se puede medir por la expresión de un rostro.
A veces sueño con un mundo sin espejos, sin el inmenso agujero negro de las formas, sin el cráter hirviente del desamparo. Un mundo de verdad.