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óleo de Alexandre Chantron |
Con cincuenta años perdió a su única hija en un accidente con una moto que le había regalado la madre, pues era la ilusión de su vida, aunque él hubiese preferido un cochecito. El día que se cumplió un año de la tragedia, su amada compañera, su amante, su amiga, se cortó las venas, incapaz de ver salida a tanto dolor y sentimiento de culpa.
El hombre pasó de tenerlo todo a quedarse sin nada, de tener sueños a tener recuerdos, de las risas a los silencios interminables, de la dulce ternura a la más cruel soledad.
Por suerte vivía en el campo, en contacto permanente con la naturaleza, con su perro, su jardín, su huerto, su sol y su luna, sus pájaros, sus libros, y lo más preciado, sus fotos, el rastro de ellas en todas las cosas, además de en su corazón.
Pero un día le agobiaron tanto las ausencias que se enfrentó a sí mismo dispuesto a poner remedio a tan doloroso existir: o se apeaba de la vida como su mujer, o seguía viviendo con coherencia y resignación. Miró el viejo vaso, compañero de los buenos y los malos tragos y se preguntó con qué llenarlo: ¿ con alcohol, hasta embotar el cerebro y anestesiar el alma, con cicuta, con hiel, con amargura, con nada?
Entonces tomó la determinación de reinventarse con sabiduría, mientras afuera llovía mansamente como aquella tarde en que vio marchar su niña alegre por el sendero para no volver más.
Llenó el vaso de lluvia y la bebió con la sana intención de lavarse por dentro, de hacer de la vida un lugar habitable — con lo que quedaba, no con lo que había perdido. Sin ataduras ni perspectivas, libre como un halcón.