viernes, 28 de enero de 2011

AQUÉL MARAVILLOSO AÑO





                                                                    Heidi


Corría 1949 cuando yo cumplí cinco años. En casa ya había otra hermanita de un año aparte de la mayor, mi madre era profesora y en aquél entonces la vida en una casa de clase media portuguesa debía ser liosa, (aunque en contrapartida había mucho servicio a precio de vergüenza).
Con estos condicionantes domésticos, mi capacidad de maniobra estuvo bastante despejada, no había demasiado tiempo para centrarse en mi personita,  ¡felizmente!
Al año siguiente cambiámos a la casa nueva, que era en otro barrio, mi madre me metió en vereda y mi vida dió un giro de 180 grados, pero aquél año no me lo quita nadie, es mío y lo guardo como mi primer tesoro en un rincón de la memoria.
Mi padre me llevaba  puesta siempre que podía, creo que por eso hubo entre los dos una complicidad que duró toda la vida. Si le llamaban a horas de sol, me metía en el coche y me soltaba en el campo mientras hacía su trabajo de veterinario, y así descubrí la naturaleza, tocándola, oliéndola, empapándome de sensaciones y descubrimientos tal que una Alícia en el País de las Maravillas: riachuelos saltarines de agua pura y cristalina, árboles en flor o llenas de hojas verdes, de sinfonía de amarillos, ocres y verdes secos o completamente desnudas en el frío invierno; caminitos secretos donde solo cabía un niño, iluminados por la luz mágica de los rayos de sol filtrados por entre las ramas que se encendían con un color que ningún pintor puede pintar; silencios y trinos, cucos, mirlos, gorriones, ruiseñores, canarios, golondrinas que volvían puntuales a su cita con la Primavera; mariposas, grillos, chicharras, perros, gallinas, ovejas, caballos, burros, vacas, cerdos, hormigas, campos de trigo, amapolas y margaritas, lavanda, incienso, hierba buena, tréboles, ortigas, olor a hierba y a humo, paz, armonía, libertad — esto no es prosa poética, es la infancia posible en una niña de los años cuarenta de un pueblo de montaña, medieval para más señas, con castillo y calles de adoquines.
Como no paraba en casa y los juguetes (pocos!) me duraban el tiempo de destrozarlos, tuve otro paraíso para descubrir la vida: la calle donde vivíamos, estrecha, con la iglesia de San Pedro delante y la plaza del Rocío a continuación.
Yo entraba y salía por todas las puertas, el vecindario era como una gran familia, y el nacer y el morir, siempre en la casa de uno y con mucha gente alrededor, hacía parte del bullicio de la vida.
Comía donde me gustaba la comida, que era muy sana en todas partes. Almorzaba muchas veces en casa de la sra. Olinda, la del horno, viuda con seis hijos y un burro que prácticamente vivía con ellos y era como uno más.
Para conversar, me hipnotizaba el zapatero. Un día le convencí que mi madre había dado permiso para llenarme las suelas de las botas con tachuelas, como hacía a la gente que no quería o no podía gastarlas.
Para emociones fuertes estaba la muerte de los cerdos del Joaquín Cojo, que no era cojo, por cierto, y mataba a los pobres animales en plena calle de atrás: yo no me acercaba para ver como salía la sangre a chorros, porque con oír lo chillidos que soltaban tenía bastante — donde sí estuve fué en el velatorio de la sra. Basília, una anciana que solo tenía un diente que le salía de la boca después de muerta; (esa noche ví sombras bailando en el techo de mi habitación, mientras el viento, que nunca me ha gustado, silbó en las ventanas...).
Sabía muy bien que debía volver a casa cuando empezaba a oscurecer, lo que en invierno era prontísimo, pero lo iba dejando hasta que en un momento dado pensaba "de la regañina ya no me salvo", y entonces optaba por acercarme con el resto de la chiquillada callejera a la casa de los gitanos, un bajo enorme sin tabiques donde a esa hora encendían la chimenea y empezaba la juerga.
Por fin regresaba al hogar, con el pelo húmedo del relente, muy negro y muy lacio, las rodillas necesitando más mercromina en las costras de siempre y las manitas sucias y rasposas; abría la puerta que estaba solo entornada, subía las escaleras de madera, cruzaba el largo pasillo y me encontraba en la sala de estar con mi madre y mi hermana la mayor que nunca pisó la calle y siempre estuvo donde tenía que estar, con su enorme lazo en su enorme cabellera. Es curioso, lo único que recuerdo de ella en "la casa vieja", son sus rutilantes lazos.
Lo que nunca olvidé fué que mi padre siempre me abrazaba muy fuerte al llegar, aunque me pillase fea y sucia. 
Luego la criada me metía en la cama y yo todavía luchaba con el cansancio para suplicarle: "¡Cuéntame un cuento, Cesaltina!", y ella me contaba, noche tras noche, los más bellos cuentos que nadie me contó nunca.

Cuando murió António Machado — al otro lado de la frontera, huido y castigado con todas los males  de perdedor de una guerra civil brutal y despiedada, echado de un país, el suyo, que empezaba a lamerse las heridas y a recorrer un camino que sería muy largo y muy duro, de revanchas y ajustes de cuentas, de miedo y miseria — encontraron en el bolsillo de su chaqueta un papel arrugado que ponía simplemente

            este cielo azul y este sol de la infancia 





La casa y la calle de mi infancia

6 comentarios:

  1. Linda evocação da tua infância, minha querida! Vi-te por ali, sempre na rua, a ver tudo, a espreitar tudo, a comer aqui e ali, a entrar e a sair. Esse ano deve ser uma memória maravilhosa! Nota-se pelo modo saudoso (amoroso)como falas das tuas descobertas. Sinto-me tão próxima dessa menina que foste tu e podia ser eu. Só que eu estive "presa" e só me escapava nas férias, pelo campo fora.
    Como se vê bem o teu pai!E a forte ligação que havia entre os dois (também nisso nos parecemos)
    "mi padre siempre me abrazaba muy fuerte al llegar, aunque me pillase fea y sucia."
    Sei que é tudo verdade o que contas -mesmo que pareça uma história "de maravilhas":
    "esto no es prosa poética, es la infancia posible en una niña de los años cuarenta de un pueblo de montaña, medieval para más señas, con castillo y calles de adoquines."
    Como querias que não fôssemos amigas???
    Sempre nos "conhecemos", toda a vida!
    UM grande beijo.
    Adorei a tua história, simplesmente...

    ResponderEliminar
  2. Eu creio que sim, que sempre te conheci, que estávamos predestinadas a encontrar-nos.
    És essa pessoa que sempre diz o que a outra necessita ouvir, que sempre compreende o que a outra levava dentro e queria dizer. Ter-te por amiga é um luxo.Un beso!

    ResponderEliminar
  3. mARY,

    QUEM DISSE QUE A INFÂNCIA NÃO É UMA TELA DE RARA BELEZA.

    ADOREI OS VERSOS, SIMPLES E CERTOS, COMO NA VIDA.

    UM ABRAÇO CARINHOSO,

    COZINHA DOS VURDÓNS

    ResponderEliminar
  4. Sois estupendos, obrigada pela vossa visita.

    ResponderEliminar
  5. São as 5 fantásticas!...
    http://cozinhadosvurdons.blogspot.com/2011/01/o-sabor-dos-vurdons-pequenos-truques.html

    ResponderEliminar
  6. Preciosa historia de una infancia que ya no existe, solo nosotros sabemos lo que se pierden nuestros nietos en esta sociedad del consumo.
    ¡Siga escribiendo con el corazón sobre un mundo que hoy suena raro y que nosotros sabemos lo hermoso que era!. Leerla es un placer siempre renovado. Un saludo cariñoso, Manuel.

    ResponderEliminar